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martes, 15 de octubre de 2013

INTRODUCCION A LA FILOSOFIA


La filosofía ha sido objeto de numerosas heterogéneas y contradictorias definiciones. Se ha atribuido el nombre filosofía a creaciones tan diversas que no solo pareciera que esta palabra estuviese vinculada a lo largo de las épocas, a nociones distintas entre sí, sino que, más aun, cada filosofo, individualmente, hubiese entendido por ella algo diferente.


Para Sócrates la filosofía es una preparación para la muerte. Aristóteles afirmaba que es la ciencia de los primeros principios y de las primeras causas.
Los estoicos en cambio la concebían como una preparación para la vida. Cicerón sostenía que la Filosofía se ocupa del conocimiento de las cosas divinas y humanas.

Kant consideraba que es la ciencia de los fines últimos de la razón humana y Hegel que es la ciencia de la Idea que se piensa a sí misma.
En nuestros días Wittgenstein sostiene que toda Filosofía es crítica del lenguaje, es decir, no tanto un saber o doctrina, sino una actividad que consiste en el análisis o clarificación lógica del lenguaje.

Frente a semejante diversidad de maneras de entender la filosofía debemos indagar, en primer lugar, si es posible llegar a precisar aquellos caracteres permanentes, esenciales, que nos permitan vincular estas aceptaciones tan variadas, es decir, si es posible hallar, al examinar los rasgos comunes de esas creaciones espirituales que hayan recibido el nombre de Filosofía. En segundo lugar, podemos preguntarnos si esa heterogeneidad de caracterizaciones, lejos de estar reflejando una imprecisa determinación del objeto de la Filosofía, pone de manifiesto algo que es constitutivo y propio de ella, que resulta de su misma naturaleza.


Los griegos inventaron la palabra Filosofía y su empleo como término técnico arranca seguramente del círculo socrático. Por su etimología significa amor al saber, y la tradición nos informa que Pitágoras, concebía al Filósofo como un enamorado de la sabiduría, no como el poseedor de ella. La convicción, universalmente compartida a lo largo de siglos en el mundo griego, de que solo la divinidad es sabia, imponía a los hombres esa limitación. 


“La naturaleza humana no posee verdades; la divina es quien las posee”, decía Heráclito. Los humanos no son, pues, sabios, pero pueden amar la sabiduría, es decir, aspirar amorosamente a ella y volverse así filósofos.


Aristóteles fue el primer pensador occidental que intento hacer de la Filosofía un saber riguroso, concibiéndolo para ello como un conocimiento que trata de las causas y los principios y que da razón además de sí mismo en cuanto conocimiento. La Filosofía se ocupa, según él, solo de los primeros principios y de las primeras causas, es decir, de los principios últimos a partir de los cuales es posible explicar acabadamente lo que las cosas son y gracias a los cuales es posible, por lo mismo, conocerlas.


La tarea de la filosofía consiste en Aristóteles en la búsqueda de los fundamentos últimos. La filosofía se coloca en cierto modo por encima de las ciencias particulares, de tal suerte que bien puede decirse que su constitución se presenta en Aristóteles como una exigencia de tipo teórico, como una secuela de su propia teoría acerca de la ciencia como conocimiento demostrativo.


La formulación aristotélica del cometido de la filosofía es, en líneas generales, una de las que más ha perdurado. En nuestro días podemos encontrarla, expresada en términos semejantes, en muy diversos autores; por ejemplo, en Husserl: “La filosofía es, por esencia, la ciencia de los verdaderos principios, de los origines, de las raíces de todas las cosas”. La Filosofía es la ciencia de lo radical; quiere alcanzar un saber universal y definitivo, una totalidad de verdades sobre la realidad en su conjunto. Aspira para ello a ver la realidad en su origen mismo, y al constituirse como un saber acerca de los fundamentos, no busca otra cosa que una explicación total y unificadora de la realidad.


Jorge Simmel ha dicho que el filósofo es quien tiene un órgano de reacción para la totalidad de lo real. No otra cosa sostenía Samuel Alexander cuando concebía a la Filosofía como el hábito de ver las cosas juntas. Pero el Filosofo –aclara Simmel—no necesita siempre referirse a la totalidad, y acaso no pueda hacerlo en el sentido estricto de la palabra; sin embargo, sea cual fuere la cuestión especial de lógica, ética, estética o religión que trate como Filosofo, solo lo hará como tal si vive interiormente esa relación con la totalidad de lo que existe. Y esta totalidad debe entenderse como algo más que la mera adicción de las distintas partes de la realidad que constituyen al objeto de las ciencias particulares.


Lo que se acaba de decir bastaría para diferenciar a la filosofía de las demás disciplinas científicas, ya que estas investigan un objeto determinado o una determinada zona de la realidad, y no la realidad en su totalidad. Es exacto lo que se ha sostenido de que por el ojo de la aguja con el que el filósofo teje la trama de sus pensamientos pasa cuanto hay en la realidad y hasta podría afirmarse, imitando a Terencio, lo de filósofo soy y nada me es ajeno.


No debe esto entenderse, sin embargo, como lo hicieron Comte y otras direcciones del positivismo, en el sentido de que la filosofía se convierta en algo así como un comprendido y generalización de las verdades alcanzadas por las ciencias particulares. Las ciencias pueden influir –y de hecho lo hacen—sobre la Filosofía, pero no porque le suministren conocimiento que ella se encargaría de incorporar a un sistema más amplio. Un descubrimiento científico es, también, objeto de la filosofía, pero no constituye nunca conocimiento que la filosofía se incorpore.


Cuando el hombre de la ciencia se pregunta que es su ciencia, cual es su valor, cuando el poeta se pregunta que es la poesía, cual es su valor, se convierten ambos en filósofos, porque no se limitan ya a ejercer su ciencia o su arte, sino que reflexionan sobre ellos.


El saber que persigue el filósofo es de una naturaleza muy particular, porque en él la inquietud traducida en pregunta es mucho más esencial que la respuesta, y a que toda respuesta no resulta ser otra cosa que la velada formulación de una nueva pregunta. A pesar de que Bergson afirmaba que en Filosofía un problema bien planteado es un problema resuelto, ¿Quién puede jactarse, en última instancia, de tener por lo menos una respuesta que no derive, a su vez, en otra pregunta? La Filosofía, que quiere ser un saber acerca de los fundamentos, termina siempre en una pregunta, convirtiéndose, en una suerte de perplejidad sin remedio; la filosofía se topa siempre con una misma serie de pregunta constantemente replanteadas. Si hay un avance en el pensamiento filosófico, consiste este en la mayor profundización, en la más adecuada elaboración problemática, en el nuevo y más ajustado planteo de preguntas y problemas, ya que gracias precisamente a las respuestas renovadas, a los intentos siempre reiterados, a los atisbos geniales, las mismas respuestas actúan como agentes fecundantes de las preguntas futuras y permiten que estas vayan conformándose cada vez más a las exigencias impuestas por el pensamiento. Decía Wittgenstein que las obras de Filosofía no deberían contener más que preguntas.






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